Merce sonríe y eso, señoras y señores, es un amplio y cálido motivo para celebrar.

Hoy está cumpliendo ochenta y ocho años. No es un día cualquiera y en casa lo saben. Hay que celebrar que ella respira, camina y ve, así sea solo por el ojo derecho y con la ayuda de sus gafas fondo e’ botella. En casa huele a maíz tierno.

-Hombre, ¡feliz cumpleaños! Dios me la bendiga y conserve siempre tan bella- dice el poeta Gustavo Tatis, compañero en esta entrevista.

Merce, o Mercedes Pájaro Castellón, responde con una sonrisa tímida. Voltea su cabeza para mirar a su yerno, y él entiende que ella no ha escuchado bien el saludo del poeta. Los años se han ensañado contra sus sentidos, ya no oye muy bien.

-La están felicitando- aclara casi gritando.

Ella vuelve a sonreír, ahora más radiante.

-Ay muchas gracias. Nací aquí, en Turbaco, el diez de agosto de 1928 -vocifera, mientras se sienta con cuidado en una silla plástica blanca. El olor a maíz tierno se rehúsa a abandonar esta casa del barrio 13 de Junio.

-Estamos aquí porque nos han dicho que usted vende los fritos más sabrosos del pueblo... regáleme su secreto -bromeo-.

-Bueno, si eso le dijeron entonces es verdad, pero no le puedo decir mi secreto -responde con picardía-.

 

***

A Merce la conocen en todo Turbaco y cómo no, lleva setenta y tres años vendiendo fritos en la plaza principal. Su nombre es célebre gracias a nueve productos: pasteles, butifarras, carimañolas, buñuelitos de frijol, empanadas, arepas, papas y más...todos, absolutamente todos, preparados con la magia que las manos de Merce heredaron de su madre, la señora Manuela, porque esta sazón viene de la misma sangre y llegó a alojarse en un espíritu trabajador, incansable.

Merce habla de los fritos como si fuesen sus hijos: todos son buenos y los ama por igual...cuando le digo que escoja el mejor se rehúsa, pero hay que decirlo: las papas rellenas son las que más sobresalen en la plaza. Es que no las hace como todo el mundo, en el puesto no las machucan.

“Nadie en Turbaco las prepara como nosotros. No las machucamos, las hacemos enteras, haz de cuenta que coges una papa y la pones a hervir, después sacas parte de lo que tiene adentro y la rellenas con una carne deliciosa, la sellas de nuevo y la recubres con una salsita especial...esas son nuestras papas”, explica Yasmina, la nieta.

Ya Merce ni recuerda cuándo se le ocurrió la idea, lo cierto es que ha sido todo un éxito. Es que este oficio -como ya dije- es cosa de sangre, de herencia. Nació con la abuela de Merce, continuó con Manuela, llegó a hombros de la protagonista de esta página y ahora reposa en su hija, Elvira.

-¿Cuándo comenzó en el oficio? -pregunto.

-Tenía quince años y todavía no me sabía peinar muy bien, entonces mi mamá me peinaba, y yo me iba para el colegio. Lo que sí aprendí temprano fue a cocinar, me enseñó mamá. Como mi papá se iba para el monte a trabajar no había mucha plata y mi mamá hacía fritos para completar.

Y esa misma muchachita es la que se enamoró perdidamente de un señor llamado Nicanor, el señor Espinoza, le dicen también.

-¿Y cómo la enamoró el señor Espinoza?- interviene nuevamente el poeta.

A Merce solo le queda reír y responder: “Ajá, como enamoran los hombres”.

La llevaba a ver cine en el teatro de Turbaco, que era de Constantino Ríos. Nunca se cansaron de ver “El Capitán Maravilla” y menos de contemplar a las estrellas del cine mexicano: Antonio Aguilar, Pedro Infante... también la llevaba a contemplar las estrellas de verdad y en dos años le hizo dos hijos. Pero el amor murió, y el señor Espinoza se enamoró de otra y la dejó con todo y sus dos muchachitos -un hombre y una mujer-. Por eso ella se aferró más a sus fritos.

Ya no cocinaba para ella sola. La sazón debía alcanzar para dos bocas más y para el colegio, el médico y todo lo que el caótico mundo de madre exige. Y lo hizo. Los educó.

La vida de Merce se ha ido alejando de la plaza principal del pueblo con el paso de los años. Como ya casi no ve, tuvieron que operarla y entonces no puede estar cerca de la candela. Hace seis años le tocó retirarse del fogón. A veces, los fines de semana, va al puesto para que los clientes la vean. Para que el que quiera saludarla, la salude. La magia se rehúsa a abandonar su sonrisa.

Aún huele a maíz tierno.

 

 

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